Cuando vuelvo la vista atrás, cuando miro el espejo retrovisor y veo el pasado, no puedo evitar que la sensación de sorpresa e incredulidad me invada. “¿Cómo carajos lo hacíamos?”, me pregunto. Me refiero a cómo éramos capaces de vender algo por internet hace 15 o 20 años, cuando internet era un bebé que no caminaba y que apenas balbuceaba. ¡Aún no lo entiendo!
Lo menciono porque no existía ninguna de las poderosas herramientas con que contamos hoy. Los únicos recursos que teníamos a mano eran las cuentas de correo electrónico, pero con problema: muy pocas personas tenían computador en su casa y muchas de ellas, si lo poseían, no estaban conectado a internet. ¿Por qué? Por el elevado costo de los planes.
Parece una mentira, pero era así, literalmente. Entonces, encontrar un cliente en internet era como tirar el anzuelo en la inmensidad del océano y sentarse a esperar que uno picara. Sí, ya sé que estás pensando que era tiempo perdido, pero picaban, ¡claro que picaban! Aunque no había muchos cibernautas, los pocos éramos obsesivos: estábamos conectados prácticamente todo el día.
Recuerdo que tenía contacto con personas de países lejanos como Japón o Australia, o algunos de Europa, con los que había una gran diferencia horaria. En ese entonces, vivía en Colombia todavía. No olvido que cada vez que un email llegaba a mi bandeja de correo sentía una gran emoción y de inmediato empezaba el proceso para establecer una relación con esa persona. ¡Era hacer magia!
Aunque se te antoje difícil de creer, la única vía de contacto era el correo electrónico. No se te olvide que eran las épocas de la conexión por vía telefónica, que los computadores eran tan grandes como limitados, que no había cámaras digitales y, mucho menos, video. Puede decirte que era algo así como un acto de valentía, la más genuina muestra de confianza y credibilidad.
Han pasado casi veinte años desde entonces y, ¿sabes qué es lo más increíble? Que la esencia no cambia. Sí ha cambiado la red, y muchísimo; sí han cambiado las herramientas, y muchísimo; sí ha cambiado el mercado, y muchísimo. Sin embargo, la esencia sigue siendo la misma. ¿Cuál? Que los negocios, dentro o fuera de internet, se basan en establecer una relación de confianza y credibilidad.
Imagínate: tú, alguien a quien no le ven la cara, a quien no conocen, alguien a quien tú no le ves la cara, a quien no conoces, te compra algo. No importa qué, no importa a qué precio: te compra algo, aunque los separen miles de kilómetros y sol los unan la confianza y la credibilidad. ¡Es algo maravilloso! Durante muchos años, créeme, mientras el ecosistema evolucionó, funcionó así.
Después mejoraron las comunicaciones, las conexiones, los computadores. Aparecieron la banda ancha, la wifi, la fotografía digital, el video, los teléfonos inteligentes (que lo incorporan todo) y ahora estamos conectados 24/7/365 desde cualquier lugar, a cualquier hora. ¡Fantástico! Ahora puedes ver la cara de tu cliente, y él, la tuya; ahora nos conectamos en directo y conversamos.
Sin embargo, la premisa básica es la misma: los negocios, dentro o fuera de internet, se basan en establecer una relación de confianza y credibilidad. Eso no ha cambiado, a pesar de la evolución de la red, de tantas y tan poderosas herramientas y recursos con los que contamos hoy. Lo que sí cambió fue la esencia del proceso de venta, de la relación: hoy lo que prima es la experiencia.
Antes, en el pasado, en el siglo pasado, el producto y el precio eran los reyes. El consumidor no tenía mayor opción, prácticamente ningún poder de decisión. Lo único que podía era decir ‘sí’ o ‘no’, si tenía el dinero, si no tenía el dinero. Podría decirse que no tenía ni voz, ni voto, pues su rol en la transacción (eso eran los negocios) era secundario. Nadie tomaba en cuenta su opinión.
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Hoy, lo sabemos, el escenario es distinto. El consumidor salió del cascarón, se despojó de las cadenas que lo mantuvieron atado durante siglos y se emancipó. Hoy, lo sabemos, el marketing y los negocios giran a su alrededor, y sus deseos y necesidades, su dolor y sus problemas, son el centro de nuestra acción. De hecho, todo lo que hacemos y cómo lo hacemos depende de él.
Claro, todavía hay quienes se mantienen anclados en el pasado, quienes creen que son ellos lo más importante, quienes piensan que el consumidor es tonto e ignorante. Son los que conocemos como los payasos digitales, los tristemente célebres vendehúmo, aquellos a los que solo les interesa el dinero de sus clientes. Una vez lo reciben, desaparecen como por arte de magia.
Afortunadamente, en internet no hay nada oculto, no hay secretos. Todos los conocemos, sabemos quiénes son y los consumidores ya no caen en sus trampas. Gracias a las facilidades que nos brinda la tecnología, el conocimiento está a un clic de distancia, al igual que la experiencia de otros usuarios. Y esto, a pesar de que algunos se empeñan en negarlo, es una gran revolución.
Ya no se venden productos o servicios, sino la transformación que ese producto o servicio va a producir en la vida de tu cliente. Es decir, si en verdad está en capacidad de acabar con su dolor, de desterrar sus miedos, de ayudarlo a cumplir sus sueños, de generar bienestar para su familia. Y, algo muy importante: no quiere esperar a que se lo demos, quieren vivirlo durante el proceso.
Eso es lo que llamamos la experiencia de compra. Por ejemplo, todas las marcas te permiten dar un paseo en ese vehículo que deseas comprar. No solo que lo mires, que te sientes frente al timón, sino que lo conduzcas, lo sientas. Esa es la clave: sentirlo. ¿Sabes eso qué significa? Que te fluya la adrenalina al pisar el acelerador, que te emociones al sentir que vuelas sobre la carretera.
Y, por supuesto, que no quieras bajarte de él, que sientas el irreprimible deseo de pagarlo ya y llevártelo a tu casa. No ves la hora de mostrárselo a tu familia y darles un paseo inolvidable. ¡Eso es una experiencia! Del impacto de lo que ocurra en esos minutos, unos pocos minutos, depende la decisión que adoptes: si es justo lo que esperabas, o mejor que lo esperabas, ¡lo comprarás!
Hace un tiempo, leí en internet una frase que me gustó mucho porque define a la perfección el actual modelo de negocios (que ya no es nuevo): “No compramos productos, invertimos en experiencias”. ¿Lo entiendes? Requieres brindarle emociones a tu cliente durante el proceso de compra, o no habrá venta. Recuerda: la compra es la respuesta a un impulso emocional irreprimible.
La experiencia es consecuencia de cómo lo hagas sentir, de qué le haces sentir. Para eso, antes necesitas crear un vínculo de confianza y credibilidad, establecer una comunicación fluida en la que haya interacción, un término que hay que entender como “intercambio de beneficios”. Si la interacción es satisfactoria, agradable, si la experiencia es inolvidable, volverá una y otra vez…
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